Introducción Histórico Antropológica

Vivimos en una sociedad que desde los puntos de vista histórico, antropológico, cultural y religioso rinde culto a la muerte y a todos los acontecimientos que se desarrollan a su alrededor. Ya desde los antiguos egipcios vemos como en el ámbito mediterráneo surge toda una cultura, una forma de vida que gira en torno a la idea de la muerte entendida como tránsito hacia una dimensión distinta de la terrenal y no como el fin de la vida. No es casualidad, por tanto, que las tres grandes religiones monoteístas del mundo hayan surgido en este ámbito geográfico y que las tres preconicen la existencia de un más allá, de un premio –o castigo- para quienes cumplan con los preceptos de las mismas. Todo ello se traducirá en unas prácticas, en unos ritos y en unas actitudes frente al fenómeno de la muerte que, a su vez generarán la aparición de profesiones y artesanías vinculadas con el mundo funerario.

En este contexto, en cada momento histórico se han adoptado distintas soluciones al problema del qué hacer con los restos mortales de los fallecidos, soluciones que siempre estuvieron mediatizadas por la capacidad económica de los difuntos. Así, ya en época romana y ciñéndonos al ámbito local, en el Museo Arqueológico de nuestra ciudad encontramos una amplia muestra de respuestas que van desde la incineración, depositando las cenizas resultantes en urnas cinerarias que eran guardadas en los domicilios particulares, pasando por los humildes enterramientos de forma prismática formados con "tegulae" -características tejas planas de época romana, los sarcófagos más o menos lujosos que se instalaban a ambos lados de los caminos que salían de la ciudad, donde los cadáveres eran depositados directamente o en féretros de plomo decorados con motivos funerarios, hasta llegar a los grandes mausoleos, como el recreado en el paseo de la Victoria.

Ya en época musulmana, los enterramientos se realizaban en necrópolis perfectamente organizadas, tal y como están poniendo de manifiesto las numerosas excavaciones arqueológicas realizadas en nuestra ciudad en los últimos años. Como es sabido, los musulmanes entierran a sus muertos envueltos en un sudario que es depositado directamente en la tierra, girando al difunto en dirección a la Meca. Por Torres Balbás, prestigioso estudioso del urbanismo hispano-musulmán, sabemos que en el siglo XIII los cementerios cordobeses estaban adornados con palmeras, árbol monumental de gran incidencia en el paisaje, símbolo de vencedores, victoria del espíritu sobre el mal, triunfo de la vida y la recompensa eterna, tal y como señala Celestino Barallat en una pequeña obra publicada a finales del siglo XIX y que tuvo gran influencia en el diseño de los cementerios construidos a lo largo del pasado siglo XX.

Con la conquista castellana el 29 de junio de 1236, la ciudad queda distribuida en catorce parroquias o collaciones que quedan constituidas, de forma paralela, en centros religiosos a la vez que administrativos subordinados al Concejo de la ciudad, evidenciando de este modo la superposición de la vida civil con la vida religiosa medieval. A partir de este momento, los templos parroquiales se convierten, también, en cementerios donde serán enterrados sus feligreses. En unos casos dentro del propio templo, en el caso de las familias nobiliarias, en una explanada aneja en el caso del pueblo llano. Esta práctica ciertamente insalubre será una de las causas, aunque no la única, de las numerosas epidemias que azotarán las ciudades españolas hasta mediados del siglo XIX, aunque no será óbice para suprimirla, ya que perdurará a lo largo de toda la edad media y alcanzará las primeras décadas del siglo XIX.

En 1787 Carlos III promulga el 3 de abril una Real Cédula que establecía el uso de cementerios ventilados fuera de las poblaciones con el fin de recuperar espacios urbanos y, sobre todo, para evitar enfermedades y epidemias. La medida será acogida favorablemente por parte de los concejos locales, mientras que la jerarquía eclesiástica batallará para mantener la situación, dadas las repercusiones de toda índole que la medida comportaba. Así, los dos primeros cementerios de Córdoba fueron construidos durante el año 1804, uno de la huerta del convento de San Cayetano y otro en el Campo de la Verdad. Además, ese mismo año, la cuidad fue acometida de fiebre
amarilla en septiembre, formándose dos camposantos provisionales, uno detrás de la ermita de San Sebastián y otro arrimado a las tapias de la Huerta de la Reina, en la haza llamada de Alonso Diaz, y en los que se siguió sepultando años después de concluida la epidemia, pues duraba aún en 1807.

Ya apoderados los franceses de la cuidad, en 1811, se habilitaron para cementerios la haza contigua a la ermita de Nuestra Señora de la Salud y la huerta del convento de San José. Sin embargo, abolido en 1814 el gobierno constitucional, cesó el uso de los cementerios y se volvió a sepultar en las iglesias.

En febrero de 1821 fueron restablecidos los enterramientos en los cementerios, en virtud de una instancia hecha al Ayuntamiento por la Junta Suprema de Sanidad, por lo que se expidió una real orden el 5 de marzo, mandando la construcción de nuevos camposantos, aunque ninguno llegó a construirse en esta época. Estuvieron en uso los cementerios hasta octubre de 1823, en que, restaurado el gobierno absoluto, se volvió a sepultar en las iglesias.En 1833 se mandó, en virtud de orden del Ministro de Fomento, enterrar fuera de las poblaciones y el Gobierno comisionó al intendente de la ciudad para que restableciera los cementerios. Así lo hizo, habilitando el próximo a la ermita de nuestra Señora de la Salud, y dando principio a la construcción de otro nuevo a la salida de ciudad para Madrid, denominándolo de San Rafael.